domingo, 24 de julio de 2011

Cromosoma

“A veces lo obvio puede saltarte a la vista. Hasta 1955, se aceptaba que los seres humanos tenían veinticuatro pares de cromosomas. Era uno de esos hechos que todo el mundo sabía que era cierto. Sabían que era cierto porque en 1921 un tejano llamado Theophilus Painter había realizado cortes finos de testículos de dos hombres negros y uno blanco castrados por demencia y “abusos de sí mismos”, había fijado los cortes en sustancias químicas y los había examinado en el miscroscopio. Painter trató de contar la masa enmarañada de cromosomas despareados que podía ver en los espermatocitos de los desafortunados  hombres, y llegó a la cifra de veinticuatro. “Estoy seguro de que está bien”, afirmó. Más adelante, otros repitieron su experimento de distinta forma y todos convinieron en que el número era veinticuatro.





            Durante treinta años, nadie negó este “hecho”. Un grupo de científicos abandonó sus experimentos en células hepáticas humanas porque sólo pudieron encontrar veintitrés pares de cromosomas en cada célula. Otro investigador inventó un método para separar los cromosomas, pero siguió pensando que veía veinticuatro pares. La verdad no empezó a aflorar hasta 1955, cuando un indonesio llamado Joe-Hin Tjio viajó de España a Suecia para trabajar con Albert Levan. Utilizando técnicas mejores, Tjio y Levan observaron claramente veintitrés pares en las fotografías de libros en las que el pie de foto establecía que había veinticuatro pares. Nadie es tan ciego como el que no quiere ver.

            En realidad es bastante sorprendente que los seres humanos no tengan veinticuatro pares de cromosomas. Los chimpancés tienen veinticuatro pares, y también los gorilas y los orangutanes. Entre los primates nosotros somos la excepción. Bajo el microscopio, la diferencia más asombrosa y evidente entre nosotros y todos los demás grandes simios[1] es que nosotros tenemos u par menos. De inmediato se hace patente que la razón no es que un par de los cromosomas de mono se haya perdido en nosotros, sino que dos cromosomas de mono se han fusionado en nosotros. El cromosoma 2, el segundo más grande de los cromosomas humanos, en realidad está formado por la fusión de dos cromosomas de simio1 de tamaño medio, tal como puede observarse a partir del patrón de bandas negras sobre los cromosomas respectivos.



El Papa Juan Pablo II, en su mensaje a la Academia Pontificia de Ciencias el 22 de octubre de 1996, sostenía que entre los monos ancestrales y los seres humanos modernos había una “discontinuidad ontológica”, un punto en el cual Dios inyectó un alma humana en una estirpe animal. De este modo, la Iglesia puede resignarse a la teoría evolutiva. Tal vez, el salto ontológico llegó en el momento en el que dos cromosomas de simio se fusionan y los genes del alma se hallan cerca del punto medio9 del cromosoma 2.

            A  pesar del Papa, la especie humana no es en modo alguno la cúspide de la evolución. La evolución no tiene cúspide y el progreso evolutivo no existe como tal. La selección natural es simplemente el proceso por el cual las formas   de vida   cambian   para adaptarse a   la   enorme

cantidad de oportunidades que ofrecen el ambiente físico y otras formas de vida. La bacteria

blacksmoker; que habita en una hendidura sulfurosa en el fondo del océano Atlántico y desciende

de una estirpe de bacterias que se separó de nuestros ancestros poco después de los tiempos de

Luca, ha evolucionado mucho más que un empleado de banco, al menos a nivel genético. Teniendo en cuenta que tiene un periodo de generación más corto, ha tenido más tiempo para perfeccionar sus genes.

            (..) Los seres humanos son, desde luego, únicos. Poseen la máquina biológica más complicada del planeta entre sus orejas. Pero la complejidad no lo es todo y no es el objetivo de la evolución: Todas las especies del planeta son únicas. Lo único es algo que abunda mucho.(..)

            (…)

            Los seres humanos constituyen un triunfo ecológico. Son probablemente el animal más abundante de todo el planeta. Existen casi seis mil millones de ellos, lo que asciende colectivamente a algo así como trescientas toneladas de biomasa. Los únicos animales grandes que rivalizan o exceden esta cantidad son los que hemos domesticado –vacas, pollos y ovejas- o los que dependen de los hábitats artificiales: gorriones y ratas. En contraste, hay menos de mil gorilas de montaña en el mundo. Antes incluso de que empezáramos a aniquilarlos y a erosionar su hábitat puede que no haya habido más de diez veces ese número. Además, la especie humana ha revelado una capacidad extraordinaria para colonizar diferentes hábitats, cálidos o fríos, secos o húmedos, altos o bajos, marinos o desérticos. Las águilas pescadoras, las lechuzas y las golondrinas rosadas son las únicas otras grandes especies que se desarrollan bien en todos los continentes, excepto la Antártica, y quedan estrictamente confinadas a determinados hábitats. Indudablemente, este triunfo ecológico del ser humano tiene un precio muy alto y en breve estamos condenados a la catástrofe: para ser una especie triunfadora, somos notablemente pesimistas acerca del futuro. Pero por ahora somos un éxito.

            Sin embrago, la verdad es que procedemos de una larga serie de fracasos. Somos simios, un grupo que casi se extinguió hace quince millones de años compitiendo con los monos mejor diseñados. Somos primates, un grupo de mamíferos que casi se extinguió hace cuarenta y cinco millones de años compitiendo con los roedores mejor diseñados. Somos tetrápodos sinápsidos, un grupo de reptiles que casi se extinguió hace doscientos millones de años compitiendo con los dinosaurios mejor diseñados. Descendemos de peces con patas que casi se extinguieron hace trescientos sesenta millones de años compitiendo con los peces de aletas radiadas. Somos cordados, un filo que sobrevivió por los pelos a la era cámbrica hace quinientos millones de años compitiendo con los artrópodos, brillantes triunfadores. Nuestro éxito ecológico se dio a pesar de todos los factores humillantes en contra.

(…)

            Nuestro apresurado viaje desde hace cuatro mil millones de años nos trae a tan sólo diez millones de años. Pasados los primeros insectos, peces, dinosaurios y aves llegamos a la época en la que la criatura con el cerebro más grande del planeta –adaptado al tamaño del cuerpo- fue probablemente nuestro antepasado, un simio. En ese momento, diez millones de años antes del presente, es probable que al menos dos especies de simio vivieran en África, aunque pudieron  haber sido más. Una era el ancestro del gorila y la otra el antepasado común del chimpancé y el ser humano. El ancestro del gorila probablemente se había aficionado a las selvas montañosas de una cadena de volcanes de África central, aislándose de los genes de otros simios. En algún momento a lo largo de los cinco millones de años siguientes, la otra especie dio origen a dos especies descendientes distintas en la división que condujo a los seres humanos y a los chimpancés.

            (…)

            …, hoy día sabemos no sólo que los chimpancés se separaron de la líneas humana después de que lo hicieran los gorilas, sino que la división chimpancé/humanos se produjo no hace mucho más de diez millones de años, posiblemente incluso menos de cinco. La velocidad a la que los genes acumulan cambios ortográficos aleatoriamente da un inicio firme de las relaciones entre las especies. Las diferencias ortográficas entre el gorila y el chimpancé son mayores que entre el chimpancé y el ser humano –en cada gen, secuencia de proteína y tramo de ADN que quieran ustedes examinar-. En su aspecto más prosaico, esto significa que un híbrido de ADN humano y de chimpancé  se separa en sus cadenas constituyentes a una temperatura más elevada de lo que lo hacen los híbridos de ADN de chimpancé y gorila o de ADN de gorila y humano.

            (…)

            Aparte de la fusión del cromosoma 2, las diferencias visibles entre los cromosomas humanos y los del chimpancé son pocas y minúsculas. En trece cromosomas no existen diferencias visibles de ningún tipo. Si se elige al azar cualquier “párrafo” del genoma del chimpancé y se coteja con el “párrafo” comparable del genoma humano, se hallará que muy pocas “letras” son diferentes: en promedio, menos de dos da cada cien. Nosotros somos chimpancés con una aproximación del 98 por ciento y ellos son seres humanos con un intervalo de confianza del 98 por ciento. Si esto no hace mella en vuestro amor propio, considerad que los chimpancés son sólo gorilas en un 97 por ciento; y los humanos son también un 97 por ciento gorilas. Dicho de otro modo, somos más parecidos a los chimpancés que los gorilas.

            ¿Cómo puede ser esto? Las diferencias entre un chimpancé y yo son inmensas. Él es más peludo, su cabeza y su cuerpo tienen una forma diferente, sus miembros son distintos y produce sonidos diferentes. No hay nada en los chimpancés que se parezca a mí en un 98 por ciento. ¿Ah sí? ¿Comparado con qué? Si se tomaran dos figuras de ratón hechas con plastilina y se intentara convertir una en un chimpancé y lastra en un ser humano, muchos de los cambios que se harían serían los mismos. Si se tomaran dos amebas de plastilina y se transformara una en un chimpancé y la otra en un ser humano, casi todos los cambios que se harían serían los mismos. Ambos necesitarían treinta dos dientes, cinco dedos, dos ojos, cuatro miembros y un hígado. Ambos necesitarían pelo, pellejo, columna vertebral y tres huesecillos del oído medio. Desde el punto de vista de una ameba, o para el caso de un óvulo fecundado, los chimpancés y los seres humanos son iguales en un 98 por ciento. No hay un hueso en el chimpancé que yo no comparta. No se conoce una sustancia química en el cerebro de un chimpancé que no pueda encontrarse en el cerebro humano. No se conoce parte alguna del sistema inmune, del sistema digestivo, del sistema vascular, del sistema linfático o del sistema nervioso que nosotros tengamos y los chimpancés no o viceversa.(…)”

               



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